(Editorial publicado en el nº 359 de Scherzo, febrero de 2019)
“Es una pena que quien tiene una vida artística no pueda transmitirla a sus alumnos”, declaraba a La Nueva España Marco Antonio de Paz, director del coro luanqués El León de Oro y al que la Ley de Incompatibilidades le impide ser, a la vez, responsable de una de las mejores formaciones vocales europeas y maestro de nuevas generaciones de músicos. Su caso se añade en Asturias al igualmente notorio del director de orquesta Aarón Zapico, quien tampoco, y a pesar de haberlo intentado, puede compaginar legalmente su carrera profesional con sus ocupaciones como docente y, por tanto, enseñar desde la experiencia directa como profesional. Lo mismo le sucede a un buen número de profesores de la OSPA.
Ya sabemos que no siempre coinciden en los conservatorios la excelencia enseñante con la interpretativa y que cualquier músico puede citar de memoria estupendos profesores que fueron mediocres intérpretes. Pero de lo que se trata en los casos de De Paz, de Zapico y de tantos otros es de no perder la oportunidad de transmitir a los estudiantes lo que aquel denomina “una vida artística” —una vida de héroe, cabría decir parafraseando a Richard Strauss—, la experiencia de haber llegado a trabajar en la música y a ser considerado un buen profesional después de, en efecto, haber aprendido en un conservatorio. En otras palabras, hacer que la vocación vea de cerca su posible culminación si, primero, las cosas se hacen como es debido, es decir, se estudia, y luego se sabe crecer en la dureza de la vida profesional.
Desgraciadamente, y lo hemos visto meses atrás con la malhadadas oposiciones madrileñas, los conservatorios son a menudo centros endogámicos donde a la vocación docente se superpone el instinto de conservación y un cierto resentimiento contra el talento libre que apunta maneras y no se conforma con lo meramente reglado. Seguramente a algunos miembros de uno de aquellos tribunales, a los que treinta faltas de ortografía en una prueba teórica no les parecía nada serio a la hora de calificar favorablemente a un aspirante a una cátedra de música, sí les parezca aberrante que músicos profesionales con una experiencia internacional, que saben lo que es ganarse un contrato a pulso, que son intérpretes reconocidos y que previamente han estudiado en esos mismo conservatorios devuelvan a su alma mater lo que esta les dio en sus años de formación. ¿Tan difícil es ajustar los horarios de los alumnos a la disponibilidad de unos profesores que van a aportarles lo que ningún otro? ¿Es razonable que un caso de ‘exceso de jornada’ se resuelva cerrando el acceso a la docencia a quienes la enriquecen?
Si a esta situación se ha llegado, según la noticia que genera este editorial, por “una aplicación estricta de la Ley de Incompatibilidades”, probablemente también pueda resolverse en parte a través de una interpretación más flexible de la misma ley, la creación de nuevas figuras de profesorado menos ligadas a una presencia estrictamente reglada. Pero para eso hace falta apertura de miras en el legislador y conocimiento del medio en el docente de carrera, demasiadas veces alejado de la vida real del músico, como, por otra parte, sucede con bastante frecuencia entre nosotros en las enseñanzas artísticas, esas de las que, demasiadas veces, el talento en agraz ha preferido huir como de la peste antes que quedarse en lo que pudo ser y no fue. Es lo que pasa cuando la música se empeña en ser incompatible consigo misma.